CADENAS DE RESILIENCIAS
- mirandaraziel
- Aug 3, 2022
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Se ha hablado mucho de resiliencia en diferentes áreas, desde las ciencias naturales hasta la ecología y psicología. Pero ¿cómo esta puede ser interpretada a la luz de lo político o del poder? Este capítulo tiene el objetivo de analizar el posible encaje teórico de la resiliencia de cara a lo político, su posible definición, y los problemas que dificultan no solo su interpretación pero también su ejecución a gran escala social en una época de incremento de crisis y respuestas. A manera de ensayo, se explora la relación entre resiliencia(s) y democracia(s), y entre aquella y la legitimidad del poder. Para ello, se abordan cuestiones respecto a su integración y los límites de este fenómeno dentro de un contexto caracterizado por derivas autoritarias, desconfianza de la ciudadanía en las instituciones, y problemas de desinformación. ¿Es la resiliencia un concepto y una práctica capaz de redefinir lo político de forma sustantiva y procedimental? ¿Está destinada a ser otro concepto de moda? Para ello, se recurre a dimensiones micro y macro políticas y se plantea el concepto de “cadenas de resiliencia” para resaltar la relación y diferencia con ideas previas de resistencia o lucha política. Dichas cadenas serían acciones continuas o latentes que complementan la resistencia clásica, pero también permitirían replantear la legitimidad del poder desde abajo hacia arriba. Al mismo tiempo, el carácter discontinuo constituiría tal vez la mayor debilidad de este concepto. Sin embargo, esto también permitiría, en escalas macro y micro, retomar acciones sociales previas (desde la solidaridad hasta la movilización colectiva) con la finalidad de responder a algunos de los problemas estructurales que enfrenta la ciudadanía en la actualidad.
Sumario: 1. Introducción: 2. Resiliencia social y definición de las cadenas de resiliencias; 3. Algunos problemas políticos estructurales; 4. Democracia y resiliencias; 5. Resiliencias y legitimidad del poder; 6. Consideración final.
1. Introducción
Partiendo de una dimensión que va más allá de lo político, la resiliencia ha sido entendida como una propiedad de reconstituirse, de “renacer”. En estudios de ciencias de materiales e incluso en la biología se ha hablado de productos y de organismos que presentan resiliencia bajo presión, uso/vida prolongada e incluso tras cambios drásticos en el medio ambiente (Polleto & Koller, 2008). Diferente de resistencia, capacidad de aguantar indefinidamente hasta cierto punto o hasta un objetivo delimitado, la resiliencia de materiales como la fibra de carbono, polímeros, nanotubos, e incluso de proteínas para reactivar funciones a nivel celular, se relaciona con propiedades como la versatilidad, flexibilidad, y re-adaptación para recuperarse ante una perturbación externa (Cely, 2015; Olsson et al, 2015).
Desde esos campos, se ha adoptado la resiliencia como una capacidad humana y mental para mostrar esas mismas características frente a nuestro entorno natural y social. Son muy conocidos los estudios de psicología positiva (Pan &Chan, 2007; Luthar et al, 2015; Schwarz, 2018) que proclaman la resiliencia como una cualidad de adaptabilidad y superación de los seres humanos antes situaciones adversas e incluso traumáticas. A nivel popular, en castellano, es muy conocida la expresión “no hay mal que cien años dure” como muestra de recuperación personal. Sin duda, este rasgo es uno de los elementos que contribuyen al desarrollo individual y a establecer una micro-política o un cuidado de sí tal como mencionado por pensadores como Foucault (in Folkers, 2016).
Sin embargo, el hecho de cuidarse a si mismo, o permitirse ser resiliente, de cierta forma ha sido cooptado por una positividad efímera y superficial con la proliferación de las redes y de contenidos estandarizados en las últimas décadas de la sociedad de la información. En la “psicologia del instante” mostrada en nuestras pantallas y compartida a través de figuras y textos en la web, se incide mucho en un cuidado y en el aprecio mutuo para superar dificultades de todo orden. Entretanto, esta vertiente muchas veces se detiene en una lectura de que los problemas en si pueden ser contornados con una mente positiva constante. El enfoque en lo “bueno” de la vida vendría a ser el camino por el cual la propia vida se convierte en bella y buena. Nada más lejos del concepto de cuidado de sí que hablaba Foucault en su idea de parresia. Para el filósofo, este cuidado venía de una interacción compartida, nunca individual, donde dos entes revelaban sus almas y el habla franca prevalecía al temor al castigo, al miedo, o al olvido. Para él, no se trata por lo tanto, de un compartir instantáneo de una persona hacia una audiencia física o virtual. En la parresia, a través de un proceso dialógico, se establece una conexión que posiblemente contribuye al cuidado de si y mutuo. No basta enfocarse en lo “bonito y sublime”. Para Foucault, había que trabajar lo siniestro y depurar los aspectos negativos que recaían en los hombros de cada persona para intentar un cuidado estético y ético de sí (Folkers, 2016). Incluso para la psicología positiva, este bienestar o auto-cuidado solo se conseguiría a través de un proceso dialógico y/o terapéutico, no solamente con una predisposición automática a buscar lo radiante y sublime en la vida del individuo (Schwarz, 2018).
Partiendo de una dimensión psicológica hacia una más colectiva, en estudios de intervención social (Quesada, 2006), de cooperación al desarrollo (Aranguren & Herrera, 2013), y políticas públicas (Van Breda, 2001) se ha incidido también en la importancia de la resiliencia de la ciudadanía ante crisis individuales pero también sociales (Van Breda, 2018). En tal sentido, la resiliencia puede derivar en muchas formas de cooperación o agencia social, como la solidaridad, los movimientos sociales, y relacionarse incluso con la justicia social y resistencias de grupos tradicionalmente marginados (Richards, Gaudreault & Woods, 2018). Por ello, vamos a explorar la resiliencia en su dimensión más social.
2. Resiliencia social y definición de las cadenas de resiliencias
Consideremos el ejemplo reciente de la pandemia del COVID-19. En este evento histórico, la ciudadanía tuvo que soportar y re-adaptarse a cambios en las políticas sanitarias, en las restricciones de movilidad, en la consecuencias económicas, laborales, psicosociales, y de toda índole. Para ello, se formularon diferentes respuestas y estrategias. Es decir, se puede hablar de diferentes resiliencias en plural o en diferentes grados de esta como un conjunto de respuestas ante un fenómeno común y de ámbito global.
En un primer enfoque, las acciones de resiliencia pueden entenderse como ejemplos de solidaridad. En ese sentido, las redes de solidaridad pueden caracterizarse por una estructura organizativa flexible, una comprensión compartida de la reciprocidad entre sus miembros, una visión colectiva contra la opresión y valores compartidos de responsabilidad y justicia hacia el bien común de la esfera pública (Smith, 2009). La creación de estos lazos sociales puede traer nuevas oportunidades y recursos para combatir la discriminación y desafiar los discursos que legitiman la desigualdad (Mott 2016; Sordé et al. 2014). Por ejemplo, en pandemias anteriores, el trabajo colaborativo de la población ante brotes de otras enfermedades generó sentimientos de responsabilidad y ayuda mutua que facilitaron el control de patógenos y la mitigación de síntomas y enfermedades (Castañeda, Segura & Ramírez, 2011).
En un segundo enfoque, el término “movimientos sociales” (Zibechi, 2020) designa a las organizaciones que han orientado sus esfuerzos para satisfacer las necesidades de los afectados más allá de la solidaridad. Por ejemplo, Pleyers propone diversas categorías principales: protestas, acciones de workfare y huelgas, seguimiento de los legisladores, educación popular y politización. El autor define los movimientos sociales de la siguiente manera: “los movimientos populares, las organizaciones de base y el papel de liderazgo de los ciudadanos en la participación en el apoyo mutuo, proporcionando las necesidades básicas y la solidaridad en su comunidad y más allá” (Pleyers, 2020: 5). En el ejemplo de la reciente pandemia, estas redes permitieron superar brechas materiales y sociales ante el colapso de servicios públicos de urgencia en los primeros momentos de la crisis sanitaria. Por ejemplo, el movimiento de Coronavirus Makers en países como Italia, España, Alemania, y Austria trabajó bajo el principio de colocar la vida sobre la economía (Flesher Fominaya, 2017). Al mismo tiempo, estas organizaciones reconocieran déficits materiales de sus legisladores y articularon nuevas formas de gobernar los bienes comunes fabricando suplementos sanitarios e instrumentos médicos. En última instancia, ellos criticaron una agenda que concibe los servicios públicos como servicios a usuarios o como meras mercancías, tanto desde posiciones políticas como apartidistas (Della Porta, 2015).
En un tercer enfoque, las acciones ciudadanas pueden promover la resiliencia social a escala macro-política para resistir a grandes choques o crisis. En términos generales, “la resiliencia es una medida de la capacidad de un sistema para resistir tensiones y choques, es decir, su capacidad para persistir en un mundo incierto” (Olsson et al., 2015: 1). Cuanto más resiliente es un sistema, mayor es la perturbación que puede absorber para recuperarse. En ciencias sociales, esto nos lleva a preguntar sobre resiliencia “de qué” y resiliencia “para quién” como lo expresan Cote & Nightingale (2011: 476). La resiliencia de una persona puede ser la vulnerabilidad de otra. La recuperación de un colectivo al coste de la marginación de otro, o la implementación de políticas sectoriales con resultados negativos inesperados en otro público pueden ser algunos ejemplos. Por lo tanto, la resiliencia debe extenderse a las dimensiones sociales, desde la agencia individual hasta la estructura colectiva. A la luz de esto, “la resiliencia es tan […] dependiente de la capacidad de la ecología física y social del individuo para potenciar el desarrollo positivo bajo algún estrés como de la capacidad de los individuos para ejercer su agencia personal durante su recuperación ante la exposición al riesgo. […] Como resultado, las intervenciones de fomento de la resiliencia se centran no en el individuo, sino en el entorno social”(Van Breda, 2018: 9).
Por ello, enfocarse en la agencia o en los individuos ignorando la estructura o lo macro puede conducir a una mayor opresión por parte de sistemas sociales injustos. Al mismo tiempo, enfocarse en la estructura sin agencia puede llevar al desempoderamiento y a la marginación de las personas. Por lo tanto, tanto la estructura de la agencia como las interacciones dentro de ella son necesarias para la resiliencia y el cambio social.
Esta característica de agencia-estructura de acciones colectivas estuvo presente en las respuestas a la crisis sanitaria de la última pandemia, ya que diversas iniciativas ciudadanas también han contribuido a repensar el amplio uso y significado de las tecnologías, conectando sus agendas particulares con respuestas comunes contra la pandemia (Abers & von Bülow, 2020). Y aunque las respuestas de la ciudadanía no hayan sido homogéneas, algunas incluso fueron contrarias a la gestión de la crisis, se puede decir que, al abordar la sanidad, el paro, la vivienda, el teletrabajo, la discriminación y la soledad, los movimientos de la pandemia han cuestionado los factores estructurales de la esfera pública. Además, las diversas respuestas han contribuido a interpretar una crisis sanitaria como una cuestión colectiva en lugar de meras respuestas individuales (Kavada 2020).
En términos generales, los movimientos sociales han interpretado este momento excepcional en la estructura política y económica (Smith, 2020), mejorando la resiliencia social para reconstituir su agenda particular, por ejemplo, en el caso de la migración, feminismo, ambientalismo, etc. (Bringel & Pleyers, 2020) sin perjuicio de otros problemas como el aumento de la vigilancia y mayor control de fronteras, de movilidad social, entre otros. Sin embargo, teniendo en cuenta que la resiliencia es un camino y no un fin para prácticas de solidaridad, para los movimientos sociales y para el encuentro agencia-estructura, podemos llegar a una definición provisional para entender dicho fenómeno.
La resiliencia puede ser entendida como una acción u oportunidad para crecer (o volver a crecer) de forma autónoma como un sujeto de derechos y como un actor socio-político. Esto indica no solo un grado de auto-cuidado, como mencionado anteriormente, pero también un grado de compromiso y responsabilidad colectiva, sea en grupos microsociales (como familia, vecindario, comunidad próxima), sea a escala macrosocial (en redes de movimientos sociales, organizaciones de base, y hasta instituciones que busquen impactos en la esfera pública). La resiliencia, sin embargo, no es una finalidad en sí misma y depende también de una variable temporal. Todas sus manifestaciones deben ser entendidas en un contexto histórico y más allá de la voluntad inicial de los primeros actores. Se sabe que cada acción colectiva tiende a ser limitada por recursos, información, personal, capacidad de alcance, etc. Estos límites condicionan la propia acción y estrategias de los actores. Por lo tanto, es mejor hablar de una cadena de acciones de resiliencia que de resiliencia a secas. Estas cadenas pueden ser fomentadas de forma continua (por ejemplo, una acción de solidaridad que despierta la creación de un movimiento social) o de forma discontinua en el tiempo. De hecho, la forma cómo se selecciona la agenda pública y las ventanas de oportunidad en las políticas públicas (Kingdon, 1993; Lieberman, 2002) tienen un papel importante para desactivar y reactivar lo que puede ser denominado como cadenas de resiliencia. Por lo tanto, este concepto también trata de una sucesión (dis)continua de acciones que despiertan resiliencia tanto a nivel individual como colectivo, fomentando el re-establecimiento de agendas colectivas de cara a resolver problemas socio-políticos estructurales. A seguir, desarrollaré este concepto citando algunos de esos problemas.

Los polímeros, cadenas de moléculas, forman patrones molares de gran versatilidad y uso. Imagen: Estructura química de un polipéptido, una cadena larga de aminoácidos, que forma una macromolécula de proteína. (Crédito de la imagen: Maksim)
3. Algunos problemas políticos estructurales
Si entendemos la resiliencia como un encadenamiento de respuestas de abajo hacia arriba en la estructura-agencia política, es necesario resaltar que estas prácticas tienen limitaciones no solo temporales pero también estructurales. Es decir, una cadena de acciones que plantea convertir la estructura se encuentra constreñida por los propios problemas estructurales que atraviesan la sociedad. Este tipo de limitaciones a la resiliencia pueden ser representados en dos direcciones: desde arriba, y desde abajo.
Desde arriba significa que la estructura-agencia social, nuestro mundo social, esta permeado de relaciones de poder que se imponen desde las más altas esferas hasta la ciudadanía común. En ese aspecto, la forma más tradicional y común de desvío de poder, ya sea en sociedades enteras o en una única organización, es el autoritarismo. En otro escrito, ya he discutido lo que se entiende por autoritarismo o como se puede analizar el comportamiento autoritario (Yauri-Miranda, 2021). Sin embargo, aquí cabe resaltar que el autoritarismo corroe el principio de igualdad de condiciones entre los seres humanos en términos políticos (igualdad de derechos, de elección, de voz ante el grupo, etc) y la consecución de mayores cuotas de resiliencia, como el restablecimiento de la esfera pública y los intereses generales de la ciudadanía. Se habla que vivimos en una ola de regresión autoritaria, con líderes abiertamente déspotas y sin tolerancia hacia críticas externas. Pues bien, este factor es determinado por la conducción del poder político, así como por las respuestas para frenar este fenómeno.
Sin generalizar o querer reducir el problema del autoritarismo y su arraigo en la vida social (O’Donnell, 1998), el proceso de modernización de la burocracia (tanto público como privada), la racionalización de las relaciones sociales, el crecimiento de las políticas públicas y la institucionalización de los servicios hacia la ciudadanía en el último siglo no han conseguido contener o disolver el problema de autoritarismo. Es decir, este fenómeno se ha presentado bajo distintas ideologías, banderas, culturas e incluso en las organizaciones más altamente capacitadas para repartir tareas, delegar procesos y obtener resultados. La técnica no es ajena al mando y a lo político. Así, se ha hablado de tecnicismo burocrático (Centeno, 1993) que, bajo la fachada de mejores resultados y eficiencia de la administración, puede engendrar autoritarismos difusos donde no hay un liderazgo centralizado, sino una cultura organizacional que permite la reproducción de un mando cerrado a la participación de los gobernados o de aquellos que son objeto de la burocracia.
Esto se verifica claramente en el caso de la corrupción y clientelismo en sociedades que han perseguido un modelo de desarrollo en el marco de la Modernidad, especialmente en las economías periféricas del planeta, como en América Latina (O’Donnell, 1998b). Así las cosas, la corrupción y las oportunidades para sus variantes como el clientelismo, la obtención de beneficios entre unos pocos a coste del prejuicio económico y social de muchos, no tiene una causalidad única pero sí se presenta como un gran obstáculo para las prácticas de resiliencia que buscan proyectos más inclusivos y justos.
Es decir, la corrupción no solo corroe personas pero también instituciones y culturas enteras. Esta surgiría de la interacción espacio-temporal entre la influencia social + tipo de personalidad + actitudes (es decir, actuar en beneficio propio). Esta noción situacional es útil para expandir la noción de personalidad autoritaria y/corrupta más allá de las instituciones oficiales, alargando la definición de corrupción hacia grupos sociales extra-estatales (desde corporaciones de mercado hasta asociaciones civiles y grupos al margen de la ley como el crimen organizado). La dinámica informal del grupo, así como las reglas formales y estandarizadas, todo ello intervendría como influencia social y se fusiona con tipos de personalidad que pueden desencadenar actitudes específicas. Así, las prácticas autoritarias y corruptas pueden cometerse incluso a través de rutinas legales o bajo acciones puntuales; desde líderes consolidados y aceptados hasta influencers carismáticos y espontáneos; desde las burocracias estatales hasta grupos marginados. En ese sentido, las actitudes autoritarias y la corrupción endémica pueden proteger a una persona y a su grupo contra otros grupos externos y contra una influencia social cambiante. Muchas veces, esto genera una búsqueda patológica de orden, seguridad, y opacidad como forma de mantener ese escudo y como forma de generar confianza con otros miembros del mismo grupo interno (Morelock, 2018).
En contra de las teorías anteriores sobre el autoritarismo y la sumisión, investigaciones recientes también muestran que los seguidores de líderes fuertes promueven estratégicamente a los individuos dominantes a posiciones de liderazgo con el fin de mejorar su capacidad de consolidarse e incluso para agredir a otros grupos (Obradović, Power & Sheehy-Skeffington, 2020). Por lo tanto, la evidencia reciente apoya la existencia de mecanismos dedicados para generar tendencias de dominación indirecta a través de líderes potenciales. Por ejemplo, Petersen & Laustsen (2020) demuestran cómo las preferencias por los líderes autoritarios aumentan en contextos de tensión y entre individuos propensos a ver el mundo social como conflictivo. Al mismo tiempo, ellos muestran que los seguidores temen intuitivamente la explotación por parte de los líderes dominantes haciendo que la psicología de los seguidores seleccione mecanismos dedicados para identificar y contrarrestar dicha explotación. Todo lo anterior funciona como una dimensión de arriba hacia abajo en una sociedad o en una organización que, si no impide, por lo menos frena la creación de cadenas de resiliencia desde abajo; sobre todo ante contextos de crisis, precariedad, injusticia social, entre otros fenómenos.
Sin embargo, el sentido de abajo hacia arriba tampoco esta libre de problemas que amenazan las resiliencias sociales. Al mencionado caso del liderazgo autoritario promovido por los propios con-ciudadanos, se suma una profunda desconfianza en los pilares de la democracia no solo como sistema político pero también como modo de organización colectiva. Es decir, vivimos en tiempos donde la propia idea de igualdad, uno de los pilares de la democracia, se ve socavada por visiones de conflicto, ultra-competitividad, supervivencia y precariedad, y baja participación de forma regular en la vida pública (Valencia, 1990; Mazzurco, 2012), a no ser en momentos esporádicos de revueltas y crisis (Sola-Morales & Hernández-Santaolalla, 2017). A esos ingredientes se suma la creciente fragmentación y polarización política (Prior, 2013). Esta última no necesariamente es dañina para la salud de la democracia, ya que esta también se basa en nociones de conflicto pactado e incluso de contestaciones radicales. En una noción agonística, la democracia también promueve las diferencias en vez de resolverlas en una pulida pero falsa imagen de armonía y convivencia como el bien supremo de este sistema (Mouffe, 1999).
No obstante, la polarización se convierte en un problema a la teoría democrática entre iguales cuando el conflicto desborda en la violencia inter-grupal, la coacción de voces tradicionalmente marginadas, la conciliación forzada desde fuerzas del orden, y la persecución de la seguridad a todo coste (Foessel, 2011). Cuando la seguridad se convierte en el objetivo último para unificar las diferencias de pensamiento y acción, en una armonía impuesta, en lugar de un camino para la convivencia, las cadenas de resiliencias aparecen justamente para contrarrestar esa polarización que más desiguala que iguala. Estas cadenas pueden promover acciones, aunque contingentes y limitadas, para contrarrestar una conflictividad que corroe la esfera pública en un mundo pautado por la ultra-competitividad y por la supervivencia diaria de masas desposeídas.
A eso se suma un último problema de dimensión también estructural: la desinformación y la crisis cognitiva de nuestra era. En este sentido, la transición digital y tecnológica han abierto puertas valiosas para acceder a la información y a la desconcentración de saberes en unos pocos actores. Sin embargo, esta descentralización y desconcentración son aparentes si consideramos que la red de datos fluye en pocas cadenas controladas por algunas gigantes tecnológicas que sobreponen sus beneficios sobre el bienestar de sus usuarios y la cantidad de datos sobre la calidad de la información (Andrejevic, 2011). Hoy en día, los flujos de información son tan vitales como el agua y los alimentos para vivir en nuestras sociedades. Tras la evolución de la economía de datos digitales, la economía tradicional de escasez (de bienes materiales) se ha complementado con una nueva economía de abundancia (de bienes inmateriales). Compartir y distribuir artefactos materiales generalmente disminuye su valor, pero compartir y distribuir artefactos inmateriales casi siempre aumenta su valor (Martínez Cabezudo, 2014). Este contexto trasciende el horizonte laboral, afectando las interacciones mutuas, el sentido de la propia realidad y las interacciones con la realidad misma (Jandrić et al., 2019). La fusión digital de la producción material e inmaterial va más allá del ámbito económico para abordar directamente lo cultural, lo social, lo político y lo ontológico. En ese sentido, este tipo de producción desafía la resiliencia porque no solo afecta la vida en su conjunto, produciendo cuerpos dóciles ávidos por compartir datos para producir bienes económicos a terceros, pero también crea las condiciones de base para las relaciones sociales en un sistema enraizado y al mismo tiempo desvinculado de la vida misma y de las individualidades (Aradau & Tazzioli, 2020). Dicho así, no es necesario consolidar avances como la computación cuántica, la teoría de la complejidad cibernética, el aprendizaje automático profundo de las máquinas y los metaversos, para darse cuenta de que se ha llegado a la era de la biopolítica algorítmica. Su fase actual, la “biologización de la razón digital” (Peters & Besley, 2019: 33) es un fenómeno distinto que surge de la aplicación de la razón mecánica a la biología y la biologización de los procedimientos digitales. De hecho, la promesa de esas tecnologías funciona como sueños de una utopía para justificar un Destino Manifiesto de las grandes tecnológicas para conectar y “salvar” a la humanidad. Una marcha hacia el “oeste salvaje” en la conquista de grandes e inexploradas áreas de datos digitales. Áreas repletas de individuos con ansia de cuidados de si y con ganas de obtener resiliencia personal ante las adversidades pero que acaban sumergidos en corrientes de desinformación o de polarización aparentemente inócuas. En dichas corrientes, los usuarios se reducen a la superficialidad de una acción individual y a una estética de lo efímero basadas en la explotación informacional y en la concentración de dividendos a través de la privacidad, de los deseos, de las conquistas y de los sueños de cada individualidad (Fuchs, 2011; Han, 2014).
Existen muchos otros problemas estructurales en lo político, y la lista puede ser muy extensa. Sin embargo, para profundizar los límites y el alcance de las resiliencias, ahora me detengo en analizar su relación con la democracia, ya que todos los problemas estructurales desembocan o pueden alterar ese modelo de organización política contemporánea.
4. Democracia y resiliencias
Considerando lo anterior, una de las grandes preguntas que quedan son: ¿Cómo encajar la resiliencia frente a los problemas estructurales mencionados? Al mismo tiempo, ¿Cómo es posible conectar la resiliencia frente a los diversos proyectos de mejora democrática?
Sin entrar de lleno en los debates sobre democracia, pretendo realizar una pequeña muestra de que la resiliencia puede ser mejor aprovechada si se mejora o profundiza de forma paralela lo que se entiende por procedimientos democráticos. La gran cuestión de la ciencia política pasa por el poder y esta se traduce en la democracia como paradigma actual de organización social. Este paradigma ha gozado de mejor salud y actualmente está en crisis; lo que no significa que esté en extinción o que no pueda ser mejorado en sus cimientos.
La democracia puede ser distinguida en dos grandes ejes: uno procedimental y otro sustancial (Liphart, 2012; Moufle, 2016). Es decir, este es un programa de acción pero al mismo tiempo es un fundamento, una promesa o norma orientadora para lo político (entendido como algo que engloba la política más allá de las formas de organización y reglamentos de distribución del poder en una sociedad). Por ello, ambos ejes se cruzan y son complementares para establecer gobernantes y condicionar los/as gobernados/as. Nuestro modelo actual de democracia no se parece ni al modelo antiguo Ateniense, pero se asemeja un poco a las ideas republicanas y al fundamento de ‘hombres libres’ establecido en la edad Moderna bajo los principios de Iluminismo de corte masculino (Parker, 2011).
Desde aquella época, el modelo procedimental actual se basa en la representación, la elección de terceros para representar a la ciudadanía en una maquinaria administrativa respaldada por las élites y que constituye al mismo tiempo el nicho de relaciones entre las propias élites. En las últimas décadas, y en democracias más plurales (Dahl, 2008), a esa noción delegativa se complementa la noción sustantiva de la deliberación para lapidar diferencias y para pactar conflictos sin salirse por las bordas del tablero democrático (Habermas, 2017). En términos teóricos, se ha intentado ir de una noción Schumpiteriana de la democracia, de corte elitista que no necesariamente se encaja con la promoción de la igualdad, hacia sociedades relativamente más horizontales. Sin embargo, las críticas no tardan en sentirse y se ha hablado de una plutocracia, gobierno de los más ricos y poderosos, a través de un sistema que en sus fundamentos normativos proclama la igualdad (condición a priori para los procedimientos de elección y de los derechos civiles) pero que no necesariamente nivela o altera las posiciones de arrancada: la estratificación social de los individuos (Formisano, 2015).
Se puede decir que este modelo democrático se ha establecido en el último siglo en la historia reciente de muchos países, no solo como resultado de la contienda de la Guerra Fría y la victoria de las democracias liberales, pero también como una alternativa moralmente superior a las dictaduras y por garantizar la heterogeneidad de preferencias políticas y libertades individuales. Sin embargo, y de forma paralela, también se han desarrollado otros modelos aunque de forma minoritaria. Me refiero a la democracia participativa, e incluso a la noción agonística de conflicto mencionado en las páginas anteriores. Estas han servido para repensar las oportunidades que condicionan las cadenas de resiliencias, especialmente en contextos de baja presencia estatal, baja cobertura de servicios, marginación de poblaciones, entre otros (Theron & Theron, 2010).
Estas contra-respuestas pueden ser consideradas como experiencias de innovación democrática (Ganuza & Sintomer, 2011) y pueden ser ejemplificadas por acciones reformistas como el neocorporativismo, la acción público-privada participativa, la modernización participativa. Otras de calado más horizontal y cercanas a la ciudadanía dependen menos de actores del estado o del sector privado. Estas pueden ser la democracia participativa directa, el desarrollo comunitario, y la democracia de proximidad. Estas últimas respectan a la co-decisión de la ciudadanía en los procedimientos de gobierno y repartición de recursos, la auto-gobernanza de barrios, escuelas, y colectivos; y por último la proximidad entre servicios de intervención social y de las políticas públicas hacia sectores más vulnerables para buscar atender a problemas sociales como vivienda, delincuencia, sanidad, educación, etc (Rosanvallon, 2009; Gómez, 2014).
Los límites de esas experiencias se verifican en espacio (suelen ser locales) y temporalidad (suelen ser contingentes). Entre otros motivos, los desafíos de experiencias más participativas pasan por integrar la fase de ejecución de los proyectos en la dinámica participativa; articular más participación y modernización de la burocracia, incrementar una acción que, basada en ciudadanos individuales, sea tan legítima como cuantitativamente importante al otorgar a las asociaciones un papel positivo y claramente definido (Ganuza & Sintomer, 2011). Se trata así de sostener no solo las experiencias participativas con pilares enraizados en el tejido social, pero también sostener la propia participación como un fin compatible con el ejercicio de profundización democrática.
Existen propuestas de amplificación de esas experiencias para incluso sustituir el modelo representativo actual por otro semi-directo (Van Reybrouck, 2016) o participativo en su totalidad y a gran escala (AsimAkopoulos, 2016). Aunque tales experiencias pueden ser vistas como respuestas residuales ante el modelo estándar de democracia representativa, estas han servido para oxigenar no solo los debates sobre la propia democracia pero también son esenciales para propiciar y entender las cadenas de resiliencias. El fundamento reside en que cuanto más las prácticas democráticas consideren otros interlocutores y actores, no solo como sujetos pasivos que reciben leyes y servicios, pero también como entes activos, más esta gana en términos de legitimidad y más esta se acerca al ideal de un sistema más horizontal entre iguales. La democracia, en esa acepción, se fundamenta en que, a pesar de las diferencias, los sujetos políticos son iguales de forma potencial y activa para definir sus destinos y para influir en los procesos colectivos. De lo contrario bastaría con seguir las órdenes de un ente superior o conformarse con una desigualdad “inherente” a los seres humanos que eterniza la autoridad y la dominación sobre una gran masa de “desafortunados”. Por lo tanto, la clave para potenciar las cadenas de resiliencia, así como los procedimientos y los fundamentos democráticos, radica en un concepto básico: la legitimidad.
5. Resiliencias y legitimidad del poder
La legitimidad del poder, y por ende de la democracia, se refiere al consentimiento, a la validez, al sostenimiento, y a la fundamentación de las decisiones políticas. Lejos de la simple idea Weberiana que equipara legitimidad con obediencia a la autoridad (véase Uphoff, 1989), aquella es importante para mantener los vínculos sociales pero también para fundamentar la propia idea de autoridad. Incluso Hobbes, en su estado de naturaleza y en su tratado sobre el poder absoluto, defiende que los sujetos se unen entre sí no tanto para frenar todas las guerras del mundo o para crear un consenso absoluto, si no que ceden una parte de sus derechos de soberanía para crear un tercer ente que solo es legítimo si arbitra y gobierna por el bienestar de todas las partes antecesores (Hobbes, (1651) 2016). Es decir, se introduce un tercer ente regulador que, más que autoridad, goza de legitimidad para interferir y arbitrar conflictos. La propia idea de construcción del Estado moderno, como intento de garante de la paz y del bienestar de las partes sucedáneas podría ser entendido como un intento de institucionalizar la resiliencia ante la conflictividad social previa y para transformarla, así, en uno de los primeros fundamentos de gobierno.
Siendo así, la resiliencia, aunque históricamente no haya existido como concepto en los tiempos de Hobbes, puede ser relacionada y amplificada no solo como intento de re-constitución o supervivencia de los sujetos políticos pero también como mecanismo que permite la legitimidad del poder. Con ello, la resiliencia se entiende mas allá de su característica individual, de una lógica de recuperación ante la adversidad, y pasa a ser entendida como un camino que propicia que las experiencias políticas, en el seno de la innovación democrática, adquieran mayores cuotas de legitimidad. Una cadena de resiliencias sería más efectiva, por lo tanto, si canaliza y amplifica las cuotas de legitimidad del poder a nivel social o colectivo.
Esto nos lleva a plantear que existen muchas prácticas para conectar el poder de arriba con una base más legítima emanada desde abajo. Pero la clave consiste en crear las condiciones y momentos para establecer un proceso dialógico que permita conectar de forma contingente o continua la autoridad con la legitimidad. En esta conexión, el concepto de autoridad se relaciona con las formas de su autorización (Hobbes, (1651) 2016) y con los orígenes y la capacidad para desplegar herramientas de excepcionalidad y normalización (Schmitt, (1932) 1976). La autoridad no es igual al poder (ya que el poder es difuso y es algo que no se puede concentrar por completo en un solo lugar y en un único actor) (Foucault, (1978) 2007). La autoridad es la capacidad de retener, regular, ejecutar e incluso implementar resultados sociales basados en el poder y en las interacciones específicas con otros actores, como las personas gobernadas. Un actor social gana autoridad cuando tiene la capacidad (ya sea por tradición, normas racionales-legales o carisma como indicaba Weber) de regular los flujos de poder que potenciarán diferentes acciones de “imperium” (mandatos), “potestas” (coerción) y “auctoritas” (prestigio reconocido); sea de manera positiva para construir políticas o de manera negativa para bloquear políticas de otros actores (Calise & Lowi, 2010).
Por otro lado, la legitimidad puede servir a la autoridad ampliando y estabilizando su dominio. Esta otorga poder a los mandatos de una autoridad que se obedece mediante coacción o mediante acciones que se realizan sin el uso de la fuerza. Mientras que Weber definió la autoridad legal-racional como la principal forma de legitimidad en sociedades capitalistas y burocráticas, existe un vasto territorio de poder legítimo fuera de la influencia directa del sistema legal. La autoridad derivada de la legalidad y la legitimidad, aunque están muy relacionadas, no necesariamente coinciden. La secularización del poder dependió de su capacidad para imponer o atraer actores sociales con su fuerza legitimadora regulada a través del derecho positivo. Sin embargo, la ley es esencial pero no autosustentable. El Estado de Derecho depende de procesos mediante los cuales las leyes se consideran subproductos de la resolución exitosa de intereses en conflicto. Aunque el Estado de Derecho sigue siendo una fuente de legitimación, es solo una de varias fuentes de legitimidad, incluido el plebiscito basado en la opinión de masas, referendos (Calise y Lowi, 2010) e incluso en otras prácticas de democracia participativa que contriubuyen en las políticas o a la propia definición de justicia, como en la vertiente de la justicia restaurativa (Marshall, 1999). En la contramano, la autoridad carismática es quizás la fuente de autoridad más volátil, ya que existe la creencia de que el líder concentra autoridad y legitimidad de forma simultanea. Todo líder político es una autoridad carismática hasta cierto punto (Laclau, 2008). Sin embargo, la autoridad carismática excesiva debe reconocerse como el intento fallido de construir un puente entre la autorización de la legitimidad y la autoridad, ya que el partido o líder único refleja el intento de simplificar todo la pluralidad social en una sola organización o persona.
La complementariedad entre autoridad y legitimidad no se da de forma automática, ya que las decisiones políticas pueden ser tomadas de forma unilateral o sin consultar las partes afectadas, la ciudadanía. No obstante, la virtud de la resiliencia es que esta fortalece y amplifica una conexión entre ambas partes. La resiliencia funcionaría como un elemento catalizador que propicia la conexión momentanea pero crucial entre la autoridad y la legitimidad. Se dice momentánea porque, como mencionado en la definición, se necesitan de varias acciones, de una cadena de resiliencias para promover esa conexión dialógica entre ambos conceptos.
Así las cosas, la resiliencia es amplificada por prácticas que promueven una mayor legitimidad de la autoridad. Un ejemplo que promueve la resiliencia es la propia rendición de cuentas de arriba hacia abajo, de los gobernantes hacia los gobernados, o de líderes hacia sus seguidores. Esta conexión es básica ya que permite la conexión, justificación y cierta legitimación de los primeros ante los segundos. Sin embargo, llevada a cabo de forma continua y profunda, este puente permitiría atenuar los grandes problemas estructurales que inhiben acciones desde abajo para amplificar la temporalidad de las propias cadenas de resiliencias, sean ellas reflejo de la solidaridad, de movimientos sociales o de acciones entre agencia y estructura con experiencias de innovación democrática.
La falta de conexión entre autoridad y legitimidad de forma continua y directa acarretaría a una deficiencia para promover cadenas de resiliencias en niveles macro-políticos o estructurales. Además, esa falta estaría relacionada con la profunda crisis de representación y del malestar que sufre el modelo democrático estándar. La representación focalizada a momentos claves de elecciones, al cambio de poder, o el escrutinio que surge después de escándalos políticos es importante pero insuficiente para establecer mayores conexiones entre la autoridad y la legitimidad emanada desde la ciudadanía. A lo largo de la historia, desde los tiempos del contrato social Hobbesiano. este binomio ha sido decantado hacia la ciudadanía, hacia establecer mayores cuotas de legitimidad. Tómese de ejemplo la larga historia desde la lucha contra el antiguo régimen basado en monarcas incrustados en la autoridad por un derecho divino, hasta las últimas luchas sociales de movimientos por más derechos civiles y políticos (lucha del proletariado, anticolonialista, antirracista, feminista, por la diversidad sexual, por la accesibilidad funcional, entre otras).
Considerando este lapso temporal de siglos, se puede considerar que la legitimidad del poder, aunque no tenga un fundamento último, y sea una lucha constante, es la base normativa que ha pavimentado las oportunidades para efectuar mayor resiliencias por parte de la ciudadanía en momentos críticos. Sin embargo, la historia no es un movimiento linear y las tensiones y regresiones están presentes en distintas épocas. Con ello es importante mencionar la diferencia que existe entre una cadena de resiliencias y la noción de resistencia que ha sido utilizada en diferentes luchas sociales a lo largo de la historia.
Las cadenas de resiliencia son una sucesión discontinua entre acciones u oportunidades para crecer (o volver a crecer) de forma autónoma como un sujeto de derechos y como un actor socio-político. Como indicado en la definición, esto implica no solo un grado de auto-cuidado, pero también un grado de compromiso y responsabilidad colectiva, sea a escala micro o macropolítica. La resiliencia no es una finalidad en sí misma, depende también de una variable temporal y se fundamenta en promover mayores cuotas de legitimidad para redefinir e incluso contrarrestar determinada autoridad. Cuando los movimientos sociales o las asociaciones de base pretenden restablecer vínculos intergrupales rotos tras un conflicto armado o en el contexto de una pandemia, se pueden nombrar esas acciones como siendo propiamente resiliencia. Esto se explica porque esas acciones buscarían promover formas de decisión que no solo permitan la vida colectiva pero que también gocen de mayor legitimidad en un futuro inmediato o a largo plazo. Estas acciones surgen como piezas de un rompecabezas que pueden ser completadas por otras en un futuro más lejano. De ahí que puedan detenerse en un contexto y puedan ser reconectadas, con nuevas oportunidades y limitaciones, con nuevas partes de la cadena de resiliencia. En los últimos siglos, la historia puede ser resumida al intento de crear cadenas de resiliencias largas pero discontinuas que comparten la promesa de promover una re-definición de una autoridad emanada desde arriba hacia mayores cuotas de legitimidad emanadas desde abajo.
Mientras tanto, las resistencias pueden coincidir con la resiliencia en esa característica de abajo hacia arriba. Sin embargo, esta puede ser divida en acciones y estrategias concretas que no necesariamente buscan redefinir la autoridad para conectarla con mayores cuotas de legitimidad. Por lo contrario, la resistencia puede ser una lucha llevada al límite que busca romper y atacar la autoridad en primer lugar para eventualmente substituirla por otra. Solo en el transcurso de esa postura ofensiva se puede pensar en construir una mayor legitimidad del poder, sea a través del enfrentamiento directo, desde la derrubada del establishment con las posterior reconstrucción de la sociedad y de la vida común. Su clave es llegar a un momento excepcional para crear una nueva normalidad. Es decir, la resiliencia tiene una característica más reconciliadora aunque no armónica con el poder porque esta pretende tratarlo con mayores capas de legitimidad a través de sucesivas cadenas de prácticas discontinuas. Las resistencias, sin embargo, han sido tradicionalmente entendidas como la síntesis de una reacción contra la autoridad establecida, contra las políticas de arriba a abajo. Se relaciona de forma más directa, por lo tanto, con el contra-poder que pretende cortocircuitar los mecanismos de reproducción de la autoridad estableciendo lineas de fuga contra las lineas de captura (Negri & Hardt, 2009; Tampio, 2009). Las resistencias también pueden ser entendidas como acciones discontinuas, efímeras, localizadas y con estrategias del momento. Comparten esa característica teleológica con las resiliencias de que buscan aumentar el substrato de la legitimidad social del poder (Chandler, 2009). Sin embargo, la diferencia radica en su temporalidad y fin inmediato. Las resistencias se ha entendido como una lucha hacia adelante, una acción de redefinición abierta contra el poder, un asalto permanente a los cielos. Las resiliencias pueden complementar esa lógica. Sin embargo, también pueden ser entendidas como acciones hacia la retaguardia, hacia atrás: retiradas estratégicas en determinado momento para un eventual regreso en otro. Estas tienen una temporalidad latente mientras que la resistencia tiene una pulsación constante. Sin embargo, una es la semilla que la otra necesita para dar frutos y viceversa. Las resiliencias necesitan las resistencias para sobrevivir. Al mismo tiempo, estas son el cuerpo y vitalidad de aquellas.
6. Consideración final
Este capítulo ha intentado esbozar las diferentes dimensiones y escalas de las cadenas de resiliencias a nivel social. Se ha mencionado que este término indica acciones desde la solidaridad hasta la movilización colectiva y que buscan aglutinar la agencia a la estructura promoviendo cambios micro y macro-políticos. Aunque latentes en el tiempo, las cadenas pueden ser reconectadas con futuras acciones que buscan un equilibrio social con base en la legitimidad del poder y en la promoción de políticas de abajo hacia arriba. Sin embargo, como otros conceptos plásticos y que dependen de una variable temporal, ¿es la resiliencia otro concepto de moda? ¿son sus resultados e impactos relativos y de difícil replicación/sistematización?
Este texto no se ha centrado en construir una teoría unificadora de la resiliencia ni proponer las mejores recetas para su efectividad. Sin embargo, como mencionado en el párrafo anterior, se han buscado excavar dimensiones temporales y macro-sociales que muchas vecen son olvidadas y que tienen implicaciones definitivas en este concepto. Considerando esto, y a manera de conclusión, es necesario resaltar aspectos que no han sido tocados pero que también deben ser considerados para entender y plantear cadenas de resiliencia a escala social.
El primero de ellos se refiere a la discusión previa sobre democracia y resiliencia. En la idea de profundización democrática, tanto en su vertiente deliberativa como participativa, la resiliencia tiene que ver no solo con mantener la calidad de las instituciones de gobernanza pero también con la efervescencia social y con la acción colectiva que da sentido y rellena la propia labor procedimental e institucional de los sistemas democráticos actuales. No obstante, no solo se trata de rescatar o proteger la democracia actual contra derivas autoritarias o blindarla ante la corrupción o ante la proliferación de relaciones maquinales en el seno de la burocracia. Se trata también de fortalecer la propia noción de democracia con un replanteamiento en sus bases. Para ello, un norte siempre debe ser el propio acoplamiento de voces plurales, antagónicas incluso, en la propia toma e implementación de políticas públicas. Se trata de fusionar la propia polity con el demos, de conectar autoridad con legitimidad, más allá de enfoques deliberativos enfocados en consultas populares o en la participación de mini-públicos (Mackenzie & Warren, 2012).
Con ello, como comentado en la sección sobre resiliencia y legitimidad del poder, se pretende ir más allá de enfoques de arriba a abajo y/o institucionalizados. Esta es una lucha constante que solamente puede ser promovida con cadenas de resiliencia y acciones de resistencia de cara a aumentar la base de decisión y la naturaleza de las políticas públicas. En tal esfuerzo, no se debería olvidar el propio peso y alcance que propician las instituciones, ya que estas pueden prolongar o hacer que las acciones de resiliencia tengas efectos más sostenidos en el tiempo a través de cambios normativos y procedimentales.
En este camino, también es necesario reconocer el factor de las asimetrías de poder entre actores sociales, entre políticas desde arriba y políticas desde abajo, como delimitadores de la capacidad de agencia de la ciudadanía pero también como condiciones de la propia dimensión estructural de lo político. Cuando más asimetrías en determinada sociedad, sea en términos de poder económico, poder informacional, toma de decisiones, concentración de recursos, entre otros, mayores son las dificultades para promover cadenas de resiliencia y mayores los problemas para crear una legitimidad sólida en las políticas. Si este problema ha sido contornado en las últimas décadas con un incremento del bienestar basado en el consumo individual, y de un cuidado de si desconectado de lo social (de una resiliencia débil y positividad superficial), a medida que esa asimetría o desequilibrios crezcan, cabe preguntarse cómo las cadenas de resiliencia van a responder ante estos cambios. La esperanza es que, pese a problemas estructurales cada vez mas exponenciales, cabe esperar a que la resiliencia no se resuma al intento de regresar a un estado previo de bienestar o a un “paraíso perdido”. Esto apenas alimenta retrotopías y puede servir de combustible para la violencia inter-grupal y para fomentar autoritarismos contra colectivos ya marginados con el afán de preservar un considerado estado previo de seguridad y superioridad moral (Bauman, 2018). Se espera, más bien, que las cadenas de resiliencia permitan replantear la propia lógica de construcción del poder y de su legitimidad, evitando que el futuro colapse sobre el presente (tal cual un ‘apocalipsis’) y que permitan que el pasado sea visto como un terreno fértil para erguir nuevas cadenas de resiliencia; un lugar que nos invite a conectar nuevos y firmes eslabones para el cambio social en vez de un horizonte lejano que se desvanece o se convierte en un espejismo.
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