RECOMENZAR A SER Y CUIDADOS DE SI
- mirandaraziel
- Sep 1, 2019
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Abajo en un agujero, y no sé si puedo ser salvado Observa mi corazón, lo decoro como una tumba No entiendes a quienes pensaron lo que yo supuestamente sería Mírame ahora, un hombre que no se deja ser Alice in Chains, Down in a Hole, Columbia Records, 1993
Solo tengo que mirar a un hombre a los ojos. Todo está ahí. Todo el mundo lleva su hambre y su persecución, ¿sabes? Solo tengo que ser honesto sobre lo que puede pasar aquí [en la cabeza]. La habitación cerrada. Rust, True Detective, 2014
A punto de mudar de país nuevamente, y en una fase de lecturas donde cada vez más resalta la importancia sobre el cuidado de sí y el vivir con otros como forma de actuar en el mundo, he desarrollado este segundo texto en esa temática y que va más allá de un simple ímpetu “virtuoso o de bondad entre los seres” para entender las relaciones sociales o para hacer política en comunidad. Estas páginas servirán para un capítulo de un libro sobre Arte en Prisiones, tema en el cual soy inexperto pero me aventuraré con las siguientes ideas inacabadas.
Partiendo de la teoría política, este texto presenta una aproximación a conceptos e ideas que relacionan la cuestión del sentirse “ser” o “sujeto” incluso en condiciones insólitas y traumáticas. Es decir, se parte de una idea de que todo sujeto, para ser miembro de una comunidad política, debe ser objeto del perdón y de la rendición de cuentas. Estas acciones potencializarían el restablecimiento de vínculos sociales y re-actualizarían lo político a nivel macro y micro abriendo nuevos caminos de resocialización y experimentación humana, con fallos y aciertos. Para dar impulso al proceso de re-potencialización política abierta por el perdón y la rendición de cuentas, a seguir se explora como el arte puede incluso cubrir experiencias traumáticas –tal vez la experiencia humana más difícil de ser entendida y compartida- poniéndolas a disposición de acciones de lo “bello”. Finalmente, se incide en la cuestión del tiempo psicológico como dimensión en la cual el propio arte, el perdón y la rendición de cuentas pueden ser procesados para cambiar una temporalidad linear que anula el ser o sujeto. Este cambio sería una frontera última, donde pese las circunstancias externas y los factores que resquebrajan al sujeto, este/a sería capaz de elaborar un cuidado de sí.
El perdón como acción de lo político
El perdón tiene largas raíces puesto que sus orígenes se vislumbran incluso en las tradiciones politeístas y monoteístas en los último milenos. El perdón se ha presentado sea como dádiva y voluntad divina, sea como un código moral en distintas sociedades. No obstante, en el terreno de la política, el perdón no es solo una práctica entre los seres humanos, es también un mecanismo para “crear mundo”, para dar sentido a las acciones que conducen la política, de lo público a lo privado. En ese sentido, quien tal vez mejor exponga el perdón en la política sea la pensadora Hanna Arendt.
Para Hanna Arendt, la condición humana se resume a tres esferas: la labor, el trabajo, y la acción. La labor es la continuidad de la vida misma, el mantenimiento orgánico del ser biológico para su propia supervivencia. El trabajo es la esfera en el cual el ser biológico no es dictado solamente por caprichos de la naturaleza y despliega una capacidad de intelecto para vivir en el mundo, “la condición humana del trabajo es la mundanidad” (1993: 19). La acción es la única esfera no material que se da entre los seres humanos y se resume a la capacidad comunicativa para elaborar historias y memorias. La acción es comunicación, es vida comunitaria más allá del mero intercambio de ideas o acuerdos con intereses individuales.
Pues bien, para Arendt, el perdón es fundamental para transitar entre las tres esferas citadas y para superar los dos estados iniciales de supervivencia y materialidad. Es la práctica que redime a los seres humanos de su condición de “incomplitud”, ya que desafortunadamente muchos de nosotros aún nacemos o permanecemos en una simple condición de supervivencia. Para ingresar en la esfera del trabajo, y de esta a la de la acción, el perdón es una acción que permite el recomienzo, los nuevos ciclos, el tejer nuevas relaciones. En ese sentido, es necesario recordar que, en Arendt, las acciones humanas enmarcan cierto grado de soberanía y libertad, siendo estas el encadenamiento de acciones que no tienen consecuencias totalmente conocidas. A lo que los antiguos llamaban “destino”, los cristianos “providencia”, los modernos “azar” y los contemporáneos “riesgo”, el actuar y vivir en comunidad engendra una red de vínculos y acciones que no son conocibles del todo y donde la idea de causalidad estricta o racionalidad pura no tiene sentido. Para liberarnos de esa rede de consecuencias y efectos imprevisibles, necesitamos ser perdonados por nuestras decisiones, y eventualmente recomenzar la cadena de acción. “Como tal, perdonar es una acción que garantiza la capacidad de actuar, de comenzar de nuevo, en todo ser humano, el cual, si no perdonara ni fuera perdonado, se parecería al hombre de la fábula a quien se le concede un deseo y es castigado para siempre con la satisfacción de ese deseo” (Arendt, 2008: 95).
Al mismo tiempo, el perdón en Arendt funciona como un mecanismo para detener el eterno ciclo de venganzas entre ofensas y castigos. El perdón permite restituir un equilibrio –no necesariamente una nueva situación de harmonía posterior a la ofensa–, donde las partes renuncian a la venganza. Esta idea es semejante a la idea del poder sagrado de René Girard (1995), por la cual, un poder mundano, como la justicia, cumple una función catártica y sagrada al arbitrar y detener los ciclos de violencia en el cuerpo social. No obstante, el perdón puede tener una connotación ligeramente distinta al ser analizada en la cuestión del castigo y las prisiones. Es decir, ¿perdonamos a los que nos ofenden cuando se les castiga?
Para Jacques Derrida (2006), el castigo y el perdón no tienen que estar necesariamente relacionados en proporción o en lógica. Derrida critica lo que denomina la “economía del perdón”, donde esta acción sería válida de acuerdo a la formulación de un castigo. La simetría entre ambas partes denotaría una postura donde una se persigue como finalidad de la otra. Ya sea con el fin de cumplir una “ecología de la memoria”, un “trabajo terapéutico” o un “proceso de duelo”. Sin embargo, en Derrida, el castigo no tendría que sustituir el acto originario de la ofensa, ni el perdón tendría que dirigirse a ese acto originario o equilibrio roto para evitar la venganza. El filósofo francés, por lo tanto, critica Arendt por situar el perdón como un acto con finalidades ulteriores.
En Derrida, el perdón puede ser auto-referencial; una acción que surge más bien como posibilidad de lo imposible. El perdón verdadero debe perdonar lo imperdonable, lo que no tiene escala de injuria o no puede ser castigado, lo incastigable.
Vale decir que el perdón debe presentarse como lo imposible mismo. Solo puede ser posible si es imposible. Porque en este siglo, crímenes monstruosos (imperdonables por ende), no sólo han sido cometidos –lo que en sí mismo no es quizás tan nuevo-, sino que se han vuelto visibles, conocidos, recordados, nombrados, archivados por una “conciencia universal” más informada que nunca, porque estos crímenes a la vez crueles y masivos parecen escapar o porque se ha buscado hacerlos escapar […], de la medida de toda justicia humana, y la invocación al perdón se vio por esto (¡por lo imperdonable mismo entonces!), reactivada, remotivada, acelerada (Derrida, 2006: 26)
En la cita, el autor ofrece una crítica al carácter no prescriptivo de ciertos crímenes que huyen a la idea del perdón (son imperdonables por su gravedad), de la justicia (son crímenes que no prescriben jamás, por lo tanto, permanecen en una sacralidad de lo sobrehumano que no puede ser alcanzado por la justicia humana). En ese sentido, esos crímenes escapan de cualquier idea de temporalidad histórica al no prescribir jamás y se proyectan a un horizonte lejano, a un “juicio final”, o a una idea de “justicia divina”. Por ello, para Derrida, el perdonar no debería estar sujeto solamente a medidas judiciales ni al propio arrepentimiento del ofensor por las injurias causadas. Si el perdón se utiliza como medida para evitar la venganza, para librar de una punición, o como premio por arrepentirse y evitar el retorno del mal causado, el perdón aún se sitúa en una “economía de transacción” que tiene validez, pero no solidez. Por el contrario, pedir perdón implica un escenario de arrepentimiento, la transformación del culpable y el compromiso al menos implícito de hacer todo para evitar el retorno del mal (aunque no existan promesas eternas). Ya no se trata, por lo tanto, de un culpable frente a una falta, sino de un sujeto moral que ha trascendido el punto del tiempo donde se suscitó la ofensa y se presenta como alguien moralmente “mejorado”. Pero Derrida va más allá y expresa la importancia de perdonar lo imperdonable. Para él, a quien hay que perdonar es al culpable incluso si se negara a pedir perdón, o, dicho de otra manera, al culpable en su temporalidad de culpable y no “después de ningún proceso de conversión moral a través de la confesión, o algún tipo de propósito de enmienda, pues en este caso estaríamos perdonando a otro en el que ha devenido el culpable.” (Lagos, 2012: 12)
Por lo tanto, se necesita aprender a perdonar, aunque el otro no lo pida, e incluso en situaciones que son imperdonables. En ese sentido, el perdón se lleva del campo de la justicia al campo psicológico, terreno donde los seres ejercen el perdón de acuerdo a sus conciencias y reconocen que esta acción es autorreferencial a pesar del castigo, la justicia, y la conversión moral, aunque obviamente estas prácticas no sean excluyentes. El perdón es, en ese sentido, un ejercicio de la consciencia, una paz interior que no llega, pero cuyo lejano y escaso reflejo es suficiente para iluminar las tribulaciones de la mente y los laberintos del ser.
La rendición de cuentas
Sumado al perdón, la rendición de cuentas es fundamental para vivir en lo político, o en el “mundo entre los hombres” como mencionaba Arendt. La rendición de cuentas básicamente puede ser entendida como un principio relacional entre dos actores para formular justificaciones, explicaciones, demandar respuestas o para formular castigos. La rendición de cuentas, por lo tanto, puede desembocar en el perdón. La rendición de cuentas también posee un origen antiguo y se ha denotado con una funcionalidad de legitimidad y poder. Hasta los monarcas del Absolutismo tenían que rendir cuenta a una entidad divina o sobrenatural. Con el adviento de las democracias secularizadas, el poder de una autoridad, para ser considerado legítimo, necesitaba rendir cuentas a las personas que autorizan o delegan la autoridad. Todo individuo necesita rendir cuentas, de una u otra manera. En ese sentido, se puede hablar de rendir cuentas en una perspectiva macropolítica y otra micropolítica.
En la perspectiva macropolítica, el poder instituido en la figura de representantes públicos, el poder de los gobernantes, necesita hacer valer el mandato y la voluntad cedida por terceras personas. Tal mandato se resume a una relación entre “agentes y principales” donde los primeros pueden ser ejemplificados por la clase política y los segundos por la ciudadanía común. En tal relación, los primeros necesitan rendir cuentas periódicamente hacia los segundos. A parte de momentos clave, como las elecciones y la evaluación de propuestas, la rendición de cuentas se puede transformar en una política pública: un proceso de decisiones y reglas que se someten a implementación y evaluación continua de las acciones de gobierno. Las medidas de acceso a información, los foros consultivos, las experiencias de democracia deliberativa, los canales de participación ciudadana, la inclusión de actores en procesos de co-decisión, serían, por ejemplo, formas de rendición de cuentas que siempre pueden ser perfeccionadas. Más allá de mecanismos administrativos, lo que esta idea rescata es que lo político debe estar sometido a un continuo ejercicio de clarificación de acciones, a una capacidad de demandar respuestas de la autoridad, e incluso a corregir actores tras desvíos de poder y crímenes. En ese sentido, la rendición de cuentas puede ser blanda (answerability) o dura (enforcement), donde en la primera se ejercen valores como la responsabilidad deontológica, la responsividad ante errores, y en la segunda el imperio de la Ley y hasta la prisión tras ofensas graves y delitos (Schedler et al, 1999).
No obstante, el objetivo de la rendición de cuentas no es castigar o procesar las malas conductas o corregir los desvíos de poder. Más allá de eso, la rendición de cuentas no se mueve en una escala de corrección de valores. El objetivo de la rendición de cuentas es promover un frente de valores que permitan una nueva relación entre los individuos, y por último una reconfiguración del espacio político en el tejido social para permitir la propia recreación de mundos y la experimentación humana. En el primer sentido, los valores de la rendición de cuentas se resumen a restringir el poder de una autoridad y establecer una relación dialógica con las bases que sostienes dicho poder, con las personas afectadas por las propias políticas. Caso contrario, estaríamos hablando de decisiones unilaterales tomadas por un cuerpo de poder que somete los demás a su propia voluntad sin medir las consecuencias. Aunque esto se haya efectuado a lo largo de la historia, dicha relación no es plausible en una sociedad de tintes más democráticos o en una que promueva el pluralismo y la legitimad del poder. En el segundo sentido, la rendición de cuentas funciona como el perdón. Esta permite transitar de una esfera social a otra, recomenzando ante fallos o acciones no discernibles en un primer momento. Y aunque los fallos sean conscientes y la acción pública se promueva de forma impuesta, la rendición de cuentas tiene la promesa de reconfigurar el encadenamiento de decisiones políticas –y hasta las propias instituciones- ya que es un ejercicio continuo que replantea lo político en sus cimientos y contenido. Al considerar o introducir nuevas voces en lo político, la propia política se transforma en un ejercicio de experimentación humana, que permite el “equivocarse”, el “innovar”, y el profundizar el sentido de la acción comunicativa – las relaciones entre seres humanos para producir memorias, historia y un compartir. Lejos de una arena pacífica y harmónica, ese espacio de errores y rendición de cuentas permite restituir los sentidos de la vida misma en una comunidad política, pese las fracturas, la heterogeneidad de voces y hasta las acciones imperdonables.
En escala macropolítica la rendición de cuentas incluso se relaciona con la parresía, que en griego clásico significa “hablar franco” (Luxon, 2008; Yagüez, 2017). Se trata de un modo virtuoso de conducta que surgió con el nacimiento de la democracia. Para pensadores y filósofos de la talla de Michel Foucault, la parresía era la cuestión política por excelencia, ya que se relacionaba entre las relaciones del sujeto (subjetividad), el saber (verdad, veridicción) y poder (gobierno). En el espacio público, la parresía se refiere al derecho del ciudadano libre a hablar francamente al soberano o poderoso sin temer represalia, y al deber que este tiene de escucharlo. De ahí, la estrecha conexión entre parresía y rendición de cuentas en la escala macro.
En la perspectiva micropolítica, la rendición de cuentas nos coloca como sujetos políticos y sociales unos/as frente a otros/as. En escala familiar, o en esferas de la vida íntima, un ser humano es responsable ante los demás. Un hijo rinde cuentas por determinado rol ante sus padres, así como un padre pude rendir cuentas en su función de ciudadano. Un médico necesita rendir cuentas por su trabajo al gremio profesional, así como a la ciudadanía en general. Del mismo modo, hasta un general debería rendir cuentas a sus soldados en las campañas militares, o un individuo a otros amigos en las decisiones que afecten el bienestar del grupo. Estas no son reglas absolutas, incluso pueden ser ignoradas, pero la falta de una rendición de cuentas básicas como individuos en sociedad nos llevaría a la condición de la labor y del trabajo, según los términos de Arendt. Tejer relaciones inter-personales basadas apenas en los estímulos primarios, en las necesidades personales, y en la auto-satisfacción del trabajo individual inhibe una rendición de cuentas y, al final, termina por empobrecer la acción política a nivel micro-social.
No se trata simplemente de cultivar virtudes de la moral en la vida cotidiana, se trata de promover un encadenamiento de acciones hacia el “otro”, enmarcadas en una libertad sabiamente constreñida por la soberanía que cada persona ajena posee sobre su vida. El proyectarse al otro en dichas condiciones, la rendición de cuentas se constituye en una acción con capacidad de promover la vida en común y de crear una chance para lo político. Por otra parte, si, por diferentes circunstancias, los individuos tienen su acción delimitada por factores de la contingencia, por injusticias, por padecer castigos, o por el azar, el nivel micropolítico de la rendición de cuentas viene a mostrar que, pese todas esas limitaciones, las vidas secas, las vidas insulsas, los cuerpos y las mentes “rotas” pueden tener un margen para restituir un sentido individual y una conexión social con los demás. Incluso la persona más desdichada vive una experiencia compartida, e incluso los miles de reclusos tras las rejas son parte de una diferenciación social donde el castigo y el control son parte de un sistema social. Que dichos individuos tengan una oportunidad para ser perdonados –o que se perdonen ellos mismos-, y que estos puedan tener un espacio mínimo para la rendición de cuentas ante los demás, es algo más importante que el propio hecho de ser castigado o que una resocialización efectuada de forma automática. Rendir cuentas no se resume a los tribunales ni a las cárceles. A nivel micropolítico, esta se expande en cualquier lugar y relación entre dos o más seres que busquen restablecer el vínculo de lo humano, del equivocarse, y del reconstruir un sentido individual dentro del tejido social. Al mismo tiempo, este acto reactualiza al ser, sometido a toda suerte de constreñimientos, abriéndolo a su propia temporalidad y horizonte. Rendir cuentas a otro(s) no consiste en promover palabras confortables y acciones benévolas en una realidad áspera y cruel, se trata de formular acciones o promesas que el propio individuo contrae consigo mismo al rendir cuenta hacia los demás, aunque sea en un grupo pequeño y en condiciones de sufrimiento. La rendición de cuentas, así, va más allá de la “economía de perdón” utilitaria y de una eterna soledad, a la cual uno puede estar sometido en una prisión o en la inmensidad del mundo de las multitudes. La rendición de cuentas es poder permitirse estar en el mundo, no por el mundo, sino porque estamos en él. Es ser y estar, de forma transitiva y directa, pues incluso mundos que parecen estar cerrados aún siguen estando conectados con otros en ciclos abiertos. Por ejemplo, en el caso de algunas prisiones,
“(…) su sistema de vida parece constituirse en la intersección entre el mundo transgresor y el mundo normativo. En ellos [los extranjeros en las cárceles] encontramos una lógica existencial más compleja en la medida en que concilia la actividad delictiva con la actividad socialmente integrada. Es como si esos individuos constituyesen una especie de atadura entre el sistema normativo y el mundo del crimen organizado. Se trata de un estilo de vida que podríamos dominar como normativo-transgresor que parece estructurarse en un sistema semi-cerrado y dotado de gran complejidad, que es patente en las exigencias de flexibilidad, terminación y organización. Sus recorridos vitales se caracterizan por una sucesión de ciclos abiertos, de puntos de bifurcación, de múltiples representaciones de sí mismo. Sus narraciones están salpicadas de dudas, de interrogantes sobre el camino a seguir y por tomas de decisión, formando una especie de mundo laberíntico” (Da Agra, 2003: 300).
En esa especie de mundo laberíntico, no es raro, por lo tanto, que muchos de los programas de convivencia en espacios de reclusión y que actividades de resocialización trabajen con la idea de acción comunicativa promovida por la rendición de cuentas. En este nivel, la parresía, el hablar franco, sale del espacio público y se entiende como una práctica de la esfera privada. Aquí, esta se refiere al cuidado de sí. Un cuidado en el cual es preciso elegir a quien nos diga la verdad, sin halagos y adulaciones. Esta persona, el parresiasta, debe ser un sujeto sincero, cuyo comportamiento sea el reflejo de su discurso y pensamiento. Dentro de circuitos semi-abiertos y laberinticos como el de la cita, con la ayuda de la parresía, el ejercicio de la verdad es incluso un vehículo para la lograr la propia “libertad”.
A final, permitirse presentarse hacia los demás de forma sincera, incluso después de ofensas “imperdonables” y crímenes graves, o después de injusticias y agudo sufrimiento, permite recrear la cadena de relaciones humanas que sostienen y permiten lo social. La rendición de cuentas no es juzgar a los demás con un bastón de la moral. Es escuchar, es permitir que el otro se manifieste y se actualice en sus definiciones de vida. En tal esfuerzo, incluso el arte ejerce un papel fundamental para llegar a establecer el perdón y la rendición de cuentas.

El arte y el trauma
¿Es posible contrarrestar un pasado siniestro mediante la promoción de valores estéticos bellos? Esta pregunta es esencial para la acción política y para fomentar transformaciones microsociales en el mundo real. En ese sentido, es plausible que los mejores diseños y argumentos de lo “bello” no se constituyan en la misma magnitud y lógica que las prácticas abyectas. Es decir, si lo siniestro y lo bello son lados opuestos de la misma moneda y no se desprenden, el último quizás tiene una naturaleza diferente y un potencial limitado para promover transformaciones sociales efectivas. Es muy difícil implementar estándares y valores bellos en una cultura política, o en el seno de una familia, durante varias décadas.
Pero este mismo esfuerzo puede ser fácilmente destruido a corto plazo por cientos de circunstancias y razones. Esto no significa que personas malvadas sean más oportunistas, fuertes o que estén en gran número. Más bien, significa que las prácticas abyectas, desastrosas y perniciosas no son la fuerza simétrica contraria a la bondad y belleza. Lo abyecto y siniestro tiene una lógica diferente que no puede contrarrestarse simplemente colocando buenas intenciones para perseguir un objetivo determinado. Y esto hay que tomarlo en cuenta incluso al perseguir lo bello en espacios marcados por lo siniestro, lo abyecto y lo deshumano, como en muchas de las prisiones que se expanden a un ritmo exponencial alrededor del mundo, creando verdaderos “vertederos humanos” en distintos países (Wacquant, 2010; Montoya, 2011; Gil, 2015).
Para ello, para entender la lógica entre lo siniestro y lo bello en lo político, se puede arrojar luz sobre este tema con términos estéticos. En el siglo pasado, el camino de las principales tendencias político-artísticas consistió en movimientos emancipadores, intelectualidades de vanguardia, análisis de deconstrucción y, últimamente, estudios culturales y movimientos de identidad. Después de esta secuencia, parece que lo político se ha reducido a una lucha entre quienes sostienen que los términos y los estudios políticos no pueden representar un determinado objeto (de-construccionistas) y aquellos que aún manejan conceptos como si realmente representaran objetos del mundo real (estudios culturales y de identidad). Es decir, los discursos y las prácticas en lo político, al menos epistemológicamente, se han visto amenazados por la (im)posibilidad de representar y, por lo tanto, digerir objetos para ofrecer soluciones claras a los problemas sociales. Con esto no se infiere que la problematización y deconstrucción de objetos impida su representación o que los estudios políticos estén obligados a ofrecer soluciones simples y pragmáticas. Significa, así como afirmaba Hans Gumbrecht, que frente a esa lucha hay una forma alternativa de convencer y orientar a una audiencia inmersa en graves problemas sociales. Esta forma es apelar a dimensiones estéticas como la “presencia”, la capacidad de internalizar y aprehender un tema determinado por atributos como la belleza, la sensibilidad y la fealdad (Gumbrecht, 2004). Lejos de las estrategias de marketing que ofrecen productos hermosos y acabados, lo político debe entrar en la dimensión de la estética para comunicar y dejar un mensaje importante. Filósofos como Jacques Rancière afirman que la dimensión estética es el último lugar donde se confinó la política después de los giros de los movimientos políticos y artísticos en el siglo pasado (Rancière, 2015). Después de los movimientos sociales radicales en los años 60 y su absorción en discursos desencantados que son lo opuesto a su crítica inicial, ya sea como producto de la contingencia o como la transformación del pensamiento de vanguardia en el pensamiento nostálgico, Jean-Fraçois Lyotard identificó la “estética” en medio del caos de la posmodernidad como lugar privilegiado en el que la tradición del pensamiento crítico recibe orientación (Carroll, 1990). En otras palabras, a través de dimensiones estéticas lo político puede abandonar una pobre dramaturgia que consistió, por un lado, en una trama en la que fuimos víctimas de una narrativa lineal con un final claro (ideologías emancipadoras y movimientos mesiánicos) y, por otro lado, en una tragedia donde “almas perdidas” recorren diferentes caminos sin fin o, lo que es peor, la eterna repetición del “Fin de la Historia” en un capítulo final de la humanidad bajo el dominio de los poderes económicos. En resumen, los elementos estéticos pueden producir un significado o dar orientación para transformar el lugar de lo político, incluso cuando las grandes narrativas políticas aún no están muertas (los hombres no han matado a las ideologías como a los dioses antiguos).
En ese sentido, considérese la implacable violencia, el abuso de poder, las ofensas graves, la injusticia, la reclusión sin remedio y los “vertederos humanos”, así como otros problemas sociales graves como ejemplos y tipologías de políticas siniestras. Por el contrario, consideremos el poder legítimo, la rendición de cuentas eficiente, el interés público, la responsabilidad social y el perdón como políticas de lo bello. En filosofía de la estética, la belleza es más factible en términos de representación, realización e internalización por una audiencia determinada. Por otro lado, lo siniestro es más difícil de ser representado, ya que tiene un componente que no puede ser apropiado por una audiencia. Esto se debe a que lo siniestro está relacionado con el trauma o los sentidos traumáticos; sentimientos que se pueden representar como alegorías comparativas pero que no se pueden presentar completamente como recreaciones estéticas. Como argumenta Virginia Woolf, el trauma “es una zona de silencio en medio de todo arte” o algo que no se puede expresar con palabras. Según ella, “la naturaleza y el arte existirán más allá de la vida humana y […] el panorama más amplio o macro anula el sufrimiento personal” (Woolf, en Moran, 2007: 148). El trauma es quizás la experiencia personal más difícil de ser contada y compartida.
Los sentimientos sublimes y de belleza, por el contrario, facilitan la comunicación y la re-presentación de experiencias internas en un grado más completo, incluso cuando no se pueden transmitir completamente (Bennet, 2003). Las heridas y traumas curativos son formas de belleza para conducir y orientar lo siniestro. Es decir, lo siniestro se puede reprogramar y volver a presentar hermosamente, pero esto no significa que lo siniestro sea algo bello o algo hermoso per se. Por ejemplo, una canción sobre el desespero y la depresión, o el guion de una serie sobre la investigación de crímenes macabros producidos por una mente transgresora, como las mostradas en el epílogo, son alegorías que intentan re-presentar estas acciones. Los vehículos de arte pueden dar una idea de la locura, confusión y soledad, pero estos son como velos o capas difíciles de transponer y trasmitir por causa del trauma y sufrimiento. La dimensión estética nos da una idea de lo horrible de la “presencia” de la angustia y de la maldad. Sin embargo, el trauma es refractario a la comunicación logo-céntrica y surge fragmentado en su externalización (Luckhurst, 2013). Las heridas y el sufrimiento se pueden curar reemplazando lo abyecto con la belleza, con la memoria contingente, y con la reconversión de esos utilizando tropos del lenguaje y las artes para resolver su tensión (Best y Robson, 2005). Sin embargo, en esos casos lo siniestro está cubierto por capas de belleza en vez de ser aprehendido con toda su crudeza.
Desde nuestro punto de vista, una audiencia puede imaginar el grado y la naturaleza de lo abyecto, pero no puede internalizarla en el mismo grado e integridad que la belleza. Para Immanuel Kant, “la furia, la enfermedad, la devastación de la guerra, etc., pueden describirse como un mal muy hermoso, e incluso representados en pinturas; pero hay un solo tipo de fealdad que no se puede representar según la naturaleza sin arruinar toda la satisfacción estética y, por lo tanto, toda la belleza artística; este es el elemento que despierta lo siniestro” (apud. Trías, 2011: 11). De acuerdo con ese principio kantiano, uno puede contar las tragedias cometidas por las sociedades humanas en el pasado; también es posible expresar el sufrimiento de individuos en manos de torturadores, la ejecución deliberada de enemigos y la descomposición de cuerpos secuestrados que nunca se encontrarán. En resumen, alguien puede mencionar cómo lo abyecto se ejerció con diferentes métodos en diferentes períodos. Por ejemplo, la violencia puede ser narrada apelando a imágenes y testimonios personales, pero solo servirá como un intento de aprehensión en lugar de algo que puede ser verdaderamente re-presentado. En Kant, lo siniestro no puede ser realmente asimilado, ya que rompe con la aprehensión de lo bello en la realidad. Además, el ritmo del tiempo tiende a borrar su comprensión inmediata. Por lo tanto, lo siniestro no se puede contrarrestar totalmente incluso con los mejores argumentos y usos de la belleza. En el mundo real, las políticas bellas y repugnantes se ejecutan y se entrelazan cuando se trata de analizar y comprender las prácticas sociales. Pero mientras que las primeras pueden representarse e incorporarse para despertar nuevas realidades y fomentar la transformación política, las segundas ejecutan transformaciones sin la necesidad de estar plenamente representadas y justificadas. Esto significa que las acciones abyectas y siniestras no pueden ser simplemente yuxtapuestas con acciones hermosas con la esperanza de anularse el mal. “[El amor y el odio] no pueden vivir juntos en [una] casa esculpida por las manos” (Wilde, 2010: 76).
Por ello, las acciones siniestras continuarán cometiéndose no porque los hombres buenos sean incapaces de disuadir la banalidad del mal, como acuñó Hanna Arendt. El mal será cometido porque incluso si somos afectados por actos malvados, nuestras respuestas y buenas intenciones siempre serán realizadas por una comprensión más incompleta y una asimilación imperfecta de las prácticas malvadas, especialmente si se comparan con las buenas.
En tal sentido, no tiene sentido no perdonar o permitir una rendición de cuentas a individuos que hayan cometido o que sean víctimas de acciones siniestras. En vez de perdonar a priori algo inevitable, el perdón debe darse incluso en relaciones inalcanzables o cuando el margen de su belleza no puede penetrar el corazón de los seres perdonados. Además, sabiendo que lo siniestro se constituye como una frontera última, una barrera que no puede ser transpuesta por lo bello de manera automática, esto no significa que las acciones siniestras deben ser abandonadas sin control o a su propia suerte. Es decir, si lo abyecto es el velo que no puede ser revelado y alcanzado por lo bello, ¿Qué sentido tiene en perseguir una vida bella o acciones de lo bello incluso en situaciones siniestras? ¿No sería esto un ejercicio de futilidad o una causa perdida?
Para responder a eso, primeramente, hay que recordar que lo abyecto se seguirá ejerciendo en la realidad social pese a lo bello. Lo siniestro es una práctica auto-referencial que no necesita de causas específicas o justificaciones. Lo bello, por lo contrario, pese a ser más entendible, requiere un esfuerzo “doble” para replicarse y compartirse. Al mismo tiempo, solo acciones y políticas de lo bello pueden engendrar políticas bellas. Si lo siniestro anula toda aprehensión estética, solo lo bello y la belleza son capaces de inspirar nuevas transformaciones en el tejido social que huyen a las espirales de lo siniestro y a círculos viciosos de maldad. Así como espirales de violencia solo pueden ser detenidos con menos violencia y con acciones más bellas, esto se da porque, pese las limitaciones de lo bello, este valor redefine las practicas abyectas y expande las propias acciones no siniestras. Solo lo que es bello puede apaciguar y engendrar reales cambios en la lógica de acciones de individuos movidos por miedo, venganza, odio, rabia y dolor.
En tal sentido, el arte, capaz de establecer nociones de lo bello, es capaz de reprogramar sentidos siniestros. Y aunque este no los transforme en el sentido ontológico, o no alcance el núcleo de esas prácticas, el arte puede desplegar capas de belleza que ayudan a procesar y asimilar prácticas siniestras. Lo bello, así, sirve como puente comunicativo entre lo incomunicable y la externalización de los sentidos. Sirve como aquellos meandros o hilos que se tejen entre esferas de la no comprensión y la necesidad de conexión. El arte puede ser capaz de cubrir las zonas de silencio del trauma, dando voz a las áreas más remotas de individuos relativamente desolados y “sin solución”.
No se trata de simplemente cubrir con parches heridas profundas, o dar una fachada de belleza a acciones que seguirán siendo siniestras en el tiempo. Se trata de hacer con que las heridas sangren menos, y de que una nueva temporalidad sea creada de cara a acciones abyectas que se sitúan en marco temporal previo. El “transgresor”, el “individuo malvado”, el “ser sin remedio” pueden ser capaces de re-proyectar las tensiones que han causado o de las cuales han sido víctimas, de modo a que estas se canalicen en esfuerzos de belleza y comprensión estética. La creación artística, la expresión sentimental, la voz que cuenta, la mano que toca, la contemplación de uno mismo, son totalmente compatibles y pueden cubrir una vida “sin sentido”, la introversión obligada, la voz que calla, la mano que golpeó, y toda clase de acción siniestra enraizada en cada ser humano.
El tiempo desdoblado
A la aprensión estética y la creación artística no le son ajenas el cuidado de sí. Estas prácticas, sea en sus formas más convencionales y basadas en la comunicación verbal, o en sus ramificaciones experimentales y desprovistas de palabras y textos, permiten el reencuentro de uno/a consigo mismo/a en diferentes grados. Es decir, al fomentar lo bello, en sus más distintas formas, y para reprogramar lo siniestro, el primero sirve como forma de reactualización del ser en su temporalidad interna y con el devenir.
Esto se da porque la idea del tiempo es mutable y también puede ser re-programada con lo bello del arte y a través de oportunidades para rendir cuentas y ser perdonados/as. Tradicionalmente, el tiempo se ha entendido como la frontera entre dos nadas, la que antecede el nacimiento y la que sucede a la muerte. El tiempo lo cubre todo, pero se mide en el alma y es independiente de esta, decía Aristóteles. En una etapa posterior, los filósofos escolásticos entendieron el tiempo en sus tres facetas: pasado, presente y futuro. Agustín de Hipona infirió:
Hay tres tiempos, el presente relativo a las cosas pasadas, el presente relativo a las presentes, y el presente relativo a las futuras. Estos tres están en el alma [in anima] y no los veo en otro lugar: la memoria es el presente relativo a las cosas pasadas; la intuición o visión, el presente relativo a las presentes; la expectativa, el presente relativo a las futuras (Confesiones XI, Hipona, 1999: 26).
Al expresar los tres tiempos del alma, el teólogo afirmaba que la eternidad presente es la medida de ese tiempo, la que conecta pasado, presente y futuro. La conexión entre estos, el modus temporal presente, la sustancia que da forma a lo que sería inicialmente uniforme [infinito; eterno], sería la divinidad. Sin embargo, la idea de tiempo unidireccional y universal que cuelga de un hilo presente de eternidad fue modificada en la edad moderna y contemporánea. Con la introducción de la consciencia en el tiempo a finales del siglo XIX, el propio tiempo pasó a ser maleable y más subjetivo. Señalaba Henri Bergson (2004: 13), para un espectador consciente que rememora el pasado y las compara entre sí; “suprime la consciencia y no tienes más tiempo ni sucesión: solo una posición dada de las agujas [del reloj]”, solo una “exterioridad recíproca sin sucesión”. Como repetía Bergson, sin consciencia solo existiría un presente vacío, un no-tiempo.
Por lo tanto, se puede afirmar que, aunque hay un tiempo físico (minutos, días, años, …), el tiempo no nos precede, nosotros lo desplegamos y le damos sentido. Ni el pasado es solo pasado ni el futuro es solo futuro. Solo existen cuando una subjetividad resquebraja la plenitud del ser, esboza una perspectiva, introduce el “no-ser”, como decía Heidegger. “El anularse humano en una “eternidad” […] pasado y porvenir brotan cuando me extiendo hacia ellos” (Merlau-Ponty en Comte-Sponville, 2001: 46). Es decir, la temporalidad no es un tiempo universal que contenga todos los seres ni todas las realidades humanas. Tampoco es una ley de desarrollo que imponga al ser desde fuera. Ni es el ser, sino la estructura interna del ser que es su propia aniquilación (en el sentido de mortalidad), es decir, el modo de ser propio del “ser-para-sí” (Heidegger, 2005). Más que un juego de palabras, lo que esta idea revolucionaria de tiempo viene a decir es que la temporalidad no se mide por el presente, sino por la presencia de cada ser consigo mismo. Es la noción del ser como transitivo, sujeto ekstático (no estático) e inacabado en el tiempo. Con ello, la idea de una flecha del tiempo desde un pasado hacia el futuro se borra. El pasado tradicional se transforma en un “develamiento continuo del ser”, en pasado existencial. De la misma forma, el futuro tradicional se transforma en las “sucesivas descubiertas del ser”, en un pasado en abierto. Ya no hay una flecha o dirección del tiempo, sólo hay sentido del tiempo: su presencia que no está presente en los términos tradicionales de la ontología (eterno), y pasados que se presentan instantáneamente de modo existente como indica la figura.
Figura: La disponibilidad del pasado

Fuente: elaboración propia.
La figura intenta dar cuenta de esa trasformación, colocando el propio ser como un ente autorreferencial. En este, el origen y el fin del tiempo no son el presente (eterno), sino una oscilación continua (como las ruedas de una bicicleta en constante movimiento) entre un pasado existencial o “sedimentado” (instantáneo, biográfico, y finito) y un pasado “abierto” o en marcha (un horizonte de eventos por sedimentar). Por ello, el hecho descubierto, el pasado, es, en el límite, el único modus temporal existente o en el que vivimos. La disponibilidad del pasado (de su forma) para la traducción o la comprensión se debe a que el pasado es el ser del ser, el “ser tiempo”. Un ser que se redefine continuamente gracias a la retención y recolección de memorias, las cuales no son estáticas ya que se alteran con las lentes subjetivas de la consciencia. Por ejemplo, recordamos los mismos hechos, como la niñez o la juventud, de distintas formas a lo largo de la vida según las memorias viejas se van modificando y sedimentando con nuevas de forma continua. La figura, así, redibuja la ontología tradicional de la idea de tiempo y del concepto de pasado.
De la misma forma, comprender el mundo, y a sí mismo, son tareas continuas sin un fin concreto. El sujeto se interpreta a través de sucesivas interpretaciones. Comprender no es ya un modo de conocimiento, sino más bien un modo de ser, el modo de ser el ser que existe al comprender (Ricouer, 2007). Se pasa de un “pienso porque existo (del cogito Cartesiano), a un descubro que, a través de la exegesis de mi vida, estoy en un estado continuo de ser (soy en transitivo, no soy definitivo) incluso antes de “pensar” o conocer. Más allá de causar problemas de identidad o ansiedad por retirar una base estable de reconocimiento del “yo”, lo que esta revolución viene a decir es que toda interpretación se propone a superar un alejamiento, una distancia, entre una época o estado anterior, a la cual pertenece el yo de hace muchos años, o un texto de hace siglos, y el intérprete mismo. Al superar esa distancia, al volverse contemporáneo del yo o de un texto, el exégeta puede apropiarse del sentido: hacer propio lo que le era ajeno, es decir, hacerlo suyo (Ricouer, 2007). Con ello, las lentes subjetivas de la consciencia filtran la realidad tanto para construirla como para interpretarla. Y cuantas más interpretaciones el ser produzca, sea a través de la vivencia, del arte o de lecturas, más rápido hará oscilar el proceso de retención y recolección de la memoria, produciendo nuevos significados y mundos para el propio ser.
Abolida la noción de tiempo linear y estático, incluso los años en condiciones de reclusión no pueden contarse únicamente con los días y meses que uno/a pasa encerrado/a. La readaptación del tiempo subjetivo necesita y debe trabajar con el paradigma de temporalidad interna de la consciencia. El ejercicio de retención y recolección de memorias puede ser colocado en marcha para que los mismos días y meses sean experimentados de una manera cualitativamente diferente por esa misma persona. El individuo puede convertirse en exegeta de sí mismo y del mundo que le rodea. Para ello, prácticas que permitan repartir y sedimentar nuevas memorias pueden ser colocadas a disposición a través del arte y de la creación artística.
Es decir, el propio arte contribuiría para que el sujeto se viera como un sujeto en transitividad, en un caminar psíquico (no necesariamente espacial) donde la temporalidad se mide no por el presente, sino por la presencia de cada ser consigo mismo. Que el individuo tenga derecho a construir y rememorar su propio pasado, para dar cuenta de un horizonte abierto y no cerrado, lógica potencializada por el sentido del arte y la creación de lo bello, es un derecho y una obligación social para cualquier sujeto que se considere “no descartable” o secundario. Tal vez este sea el ejercicio máximo que se puede promover para salir de una condición donde la no acción política, la falta de rendición de cuentas, lo siniestro y una temporalidad del yo vaciada de perspectivas puedan ser contrarrestadas. Todo ello dentro o fuera de los espacios de control, pero en medio de la vida en común.
Consideraciones finales
El cuidado de sí, incluso en circunstancias hostiles/traumáticas, en la pesadumbre, es una tarea ardua y continua. Este capítulo no pretendió formular las mejores pautas o dar una receta que pueda ser seguida para fomentar el cuidado de sí, más bien presenta conceptos claves que pueden ayudar a colocar las “piedras del camino” en cada una de las sendas que existen como individuos en el mundo. Para eso, el cuidado de sí es una práctica, un saber, una forma de relacionarse. A través del perdón, fomentado por la rendición de cuentas, la estética artística y la percepción temporal de si, se deriva un relacionarse, el hablar francamente la verdad, sin adulaciones, sin temor a represalias o al castigo, lo que convierte el sujeto en un individuo liberado(r). Cuando se calla por temor al castigo, para cubrir impulsos de rabia, o para abusar del más débil, no se puede hablar de un cuidado de sí ni de los demás en la medida que se construyen cárceles alegóricas particulares que encierran la mente y las acciones de los sujetos, incluso con más fuerza que cerrojos o varas de metal.
Como mencionado, cuando un sujeto quiere ocuparse de sí mismo/a, cuando quiere asegurarse de cuidarse de sí misma, necesita de otra persona, y esta otra persona ha de tener la franqueza y cierta transparencia para rendir cuentas sin adulaciones, sin miedos, y con tacto (medida y oportunidad). El perdón y la rendición de cuentas, fomentados por el arte y la consciencia temporal de si, tienen pues un sentido terapéutico. Este trabajo con las emociones, con una verdad emocional, terapéutica, no desvinculada de los hechos, y no resumida a una verdad universal, científica o puramente instrumental, es la que permitiría modificaciones en la propia vida de los sujetos.
Es decir, se trata de modificar la praxis de la propia vida, la conducta; pues esta es la que mejor revelará ante los otros el pensamiento, mejor aún que las palabras. Esto se debe a que los conceptos presentados no son apenas una serie de conocimientos teóricos, sino que pueden conllevar a cambios sustanciales en la propia existencia, en los propios hechos. Aquí lo que se pone en marcha no es tanto algo relativo a la pedagogía o enseñanza de una doctrina o unos conocimientos, sino a lo que se denomina psicagogia, es decir, que a través de un corpus teórico (potencializado por la labor artística) se logre una transformación, un cambio en el ser del sujeto. Esta transformación no tendría una meta ulterior o suprema, en el sentido esencialista, sino un fin que posibilitaría una “tranquillitas”, o “euthimía” griega, una imperturbabilidad del ánimo frente a factores externos o no controlables, estricto autogobierno e independencia del sujeto. Libertad alcanzada incluso en los laberintos del ser a través de una estética de la existencia, del cuidado de sí y de los demás.
Mostrarse ante los demás, sea para efectos de perdón o rendición de cuentas requiere un grado de coraje, de búsqueda interna y conexión con otro/a. La búsqueda de la vida “buena”, que por ello será “bella”, es una práctica, pues, que se inscribe en una estética de la existencia, en vez de un ejercicio de teoría perteneciente a una metafísica del alma. De esto deviene una especie de obligación doble en la que dos personas intercambian, en relación con la verdad que se dice, su propia experiencia, sus propias imperfecciones, y donde se abren la una a la otra. En la antigüedad se mencionaba a la parresia como medio entre dos discípulos para salvarse los unos a los otros; lo que parecía implicar que no había apenas una parresia de un maestro, implicándose el mismo en la verdad de lo que dice, sino que había en ella ese juego de individuos abriendo su alma los unos a los otros y ayudándose, en consecuencia, los unos a los otros.
Claro está que las condiciones para un cuidado de sí a través de una estética de la existencia, como la presentada hasta aquí, también son una denuncia y crítica para que los sistemas de prisión puedan modificar su lógica de exclusión completa y de olvido que se promueve contra masas de individuos que rotan por sus circuitos, cárceles de concreto y dolor. Una lógica “exclusionaria”, generadora de “vertederos humanos”, de sujetos descartables dejados a su propia suerte, sin motivos para la resocialización y el cuidado de sí, lo que acaba aumentando la distancia entre los vínculos compartidos y fomenta sujetos desenganchados de la esfera de acción política, de la generación de memorias e historias individuales en el tejido social. Por eso, un cuidado de sí no puede ser dejado al margen de cambios estructurales de orden macrosocial, lo que implica un repensarse la propia acción política y las políticas públicas que inciden sobre la exclusión de sujetos.
Actualmente, la cuestión del cuidado de sí tiene que ver también con la capacidad de vivir en el mundo, de ejercer un cierto grado de soberanía sobre nosotros/as mismos/as. Considerando las subjetividades y el qué hacer en una época cada vez más globalizada y llena de incertidumbres, donde los sujetos son abandonados por la “gran” política tradicional, y son subsumidos por la esfera económica; en resumen, cuando se dan circunstancias para la dominación del sujeto y para la expansión de tenues vínculos intersubjetivos, todo esto demanda rescatar una ética de los cuidados de sí. Como decía Foucault, en el punto de reencuentro de la genealogía de la subjetividad y de la genealogía de la actitud crítica, el “gobierno de los vivos”, el “autogobierno de sí” forma parte de lo que se podría llamar la ontología histórica de nosotros mismos, puesto que tanto que seres humanos somos capaces de cuidarnos y de transformarnos nosotros/as mismos/as, de transformar nuestros hábitos, nuestro ethos, nuestra sociedad, transformarnos nosotros/as mismos/as al cuidarnos. Foucault veía este asunto como una forma especial de conocer nuestra historia, acaso la única entre las muchas que indagó en la que veía un nudo esencial entre la libertad y la verdad; valores siempre en disputa pero que pueden ser tangibles incluso en las imperfecciones del vivir con otros/as, del soportarnos los unos a los otros/as, en definitiva, para salvarnos entre nosotros/as.
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